Cuando entran a fallar… (Nota VII)
Especial para El Seguro en acción
El lenguaje del Código Unificado que nos va a regir desde agosto, tiene sus problemas; algunos muy graves. Tiene, también, sus improvisaciones, sus concesiones, sus incoherencias; a veces inadmisibles. Todo eso ya lo hemos señalado en columnas anteriores y seguiremos haciéndolo en siguientes entregas. Pero, a la par, el texto normativo exhibe algunos aciertos destacables. Hoy anotaremos uno de esos logros: el “daño moral” llegó hasta acá. Enhorabuena.
Desde hace por lo menos quince años venimos denunciando públicamente el barbarismo que significa hablar de “daño moral”. La moralidad no es susceptible de ser dañada.
La confusión, globalmente extendida, surge de una doble asimilación falsa: la que equipara lo no patrimonial con lo inmaterial y la que reduce lo inmaterial a lo moral. Pero no todo lo inmaterial es no patrimonial y no todo lo inmaterial es moral, claro. Una cosa es el agravio moral y otra, muy otra, es el daño en el sentido jurídico.
Los orígenes del desacierto
El desacierto terminológico y conceptual es un legado de la doctrina civilista francesa que, a su vez, adaptó una fórmula del Derecho Canónico.
La idea, en principio, era simple: en un esquema en el que el daño se entendía, en el ámbito civil, como una afección al patrimonio; en aquellas circunstancias especialmente graves en las que, además, se originaban angustias, aflicciones o penurias, el monto de la indemnización incluía excepcionalmente una reparación por esas afecciones del espíritu.
Es importante tener siempre presente que, lo que tornaba pertinente esa reparación adicional era la verificación de una conducta gravemente indebida del responsable, no la magnitud del daño.
Para que se entienda: la reparación del “agravio moral” -adicional al daño jurídico-, sólo correspondía cuando el accionar del responsable era muy reprochable.
En sus orígenes, esta reparación del “agravio moral” tenía, entonces, un carácter sancionatorio y disuasivo, no reparatorio.
Tal era el esquema previsto por el Código de Vélez. Y, según puede apreciarse en cualquier repaso de la jurisprudencia, durante la extensa vigencia de su texto original, los supuestos de reparación de los daños inmateriales propios del agravio moral fueron porcentualmente irrelevantes.
Por lo general, los jueces no eran propensos a extenderse más allá de la recomposición del patrimonio. Y cuando excepcionalmente lo hacían, acostumbraban a valorar el agravio moral en un porcentaje del daño patrimonial probado.
Este hábito insostenible -porque un daño patrimonial mínimo puede originar un agravio moral enorme, por ejemplo, en el homicidio de alguien muy cercano del que no se espera razonablemente una asistencia patrimonial-, sigue lamentablemente configurando un hábito consolidado en algunas de nuestras jurisdicciones judiciales.
La reforma
En la reforma de 1968, el artículo 1.078 todavía vigente, generalizó esa reparación -hasta ahí excepcional- del agravio moral, de acuerdo con el siguiente texto:
“Art. 1.078: La obligación de resarcir el daño causado por los actos ilícitos comprende, además de la indemnización de pérdidas e intereses, la reparación del agravio moral ocasionado a la víctima. La acción por indemnización del daño moral solo competerá al damnificado directo; si del hecho hubiere resultado la muerte de la víctima, únicamente tendrán acción los herederos forzosos.”
Si bien algunos términos utilizados en esta disposición exponen, de manera notoria, una concepción esencialmente patrimonialista del daño (“indemnización de pérdidas e intereses”, “herederos forzosos”) lo cierto es que, desde hace casi cincuenta años rige en nuestro país una clasificación bipartita de los rubros resarcibles: daño patrimonial (“pérdidas e intereses” y además, “daño moral”). Y esa clasificación se aplica para todos los daños derivados de “actos ilícitos”, es decir, aquellos que no reconocen un origen contractual. Entre ellos, como supuesto típico, los accidentes de tránsito.
El problema de los códigos -ya lo hemos dicho-, es que cristalizan el derecho a la idea de justicia que se tenga en el momento de su dictado. Pero la idea de justicia de cada convivencia social va cambiando a través del término y, más tarde o más temprano, la norma exige reacomodamientos, adaptaciones, cambios.
En algún momento, nuestra sociedad entendió que los daños no patrimoniales no se agotaban en las “penurias, aflicciones o angustias” que definen al agravio de la moralidad. Pensó que lo justo era, muy por el contrario, reparar toda disminución probada en la calidad de vida de aquel que había sido dañado, en tanto no estuviera justificada, resultare responsabilidad de alguien distinto de él mismo y excediera el umbral de molestia que la vida en sociedad impone. La asimilación entre “daño moral” y “daño no patrimonial”, empezó allí a exponer sus deficiencias.
La doctrina y la jurisprudencia recurrieron entonces a dos barbarismos de segundo grado. Se empezó a hablar así, de “daño moral subjetivo” para aludir al concepto original, propio del agravio moral; y de “daño moral objetivo” para incluir todos los otros rubros (“daño a la vida de relación”, “daño al proyecto de vida”, etc.).
La confusión se hizo mayúscula. “Daño moral subjetivo” es, además de un barbarismo, una tautología (¿cómo puede pensarse una moral no subjetiva?) y “daño moral objetivo” es, directamente, una aberración conceptual. Los objetos, claro, no tienen moral que pueda ser dañada.
Pese a las pretensiones cientificistas de algunos catedráticos y a la insistencia de ciertos autores, el lenguaje jurídico suele ser mucho menos preciso de lo que debiera.
El nuevo esquema de reparación
El artículo que viene a poner fin a tantos dislates jurídicos es el 1.738 del Código Unificado:
1.738. INDEMNIZACIÓN. La indemnización comprende la pérdida o disminución del patrimonio de la víctima, el lucro cesante en el beneficio económico esperado de acuerdo a la posibilidad objetiva de su obtención y la pérdida de chance.
Incluye especialmente las consecuencias de la violación de los derechos personalísimos de la víctima, de su integridad personal, su salud psicofísica, sus afecciones espirituales legítimas y las que resultan de la interferencia en su proyecto de vida.”
De acuerdo a lo que surge de su lectura, en este punto, el Código Unificado corrige el lenguaje bárbaro que venía condicionando desde hace siglos nuestra forma de pensar el derecho al resarcimiento, adecuándolo también a nuestra noción actual de justicia. Según nuestro criterio, los puntos más destacables del esquema de resarcimiento que impone, son:
- Equipara lo patrimonial y lo no patrimonial, como facetas diferentes de un daño resarcible.
Según hemos dicho ya otras veces, el Código abandona la idea de definir el daño desde el requisito de su patrimonialidad. Desde agosto, habrá daño toda vez que se lesione un derecho o un interés no reprobado por el ordenamiento jurídico, que tenga por objeto la persona, el patrimonio o un derecho de incidencia colectiva, en absoluto pie de igualdad. Así lo dispone expresamente el artículo 1.737.
Ello implica, por ejemplo, que el derecho a la reparación puede válidamente nacer de la lesión a un derecho personal o de incidencia colectiva que no tenga implicancias patrimoniales. Y así ser judicialmente exigido.
- Impone, en principio, la reparación del daño emergente (“pérdida o disminución patrimonial” –-o se entiende aquí cual es la diferencia, en cuanto toda pérdida patrimonial es esencialmente una disminución y toda disminución del patrimonio es una pérdida-), lucro cesante y pérdida de chance
Respecto a este último concepto es interesante anotar que deberá probarse la existencia cierta de la probabilidad, en cuanto tal, y aportar datos para su cuantificación. No basta, por ejemplo, con decir que “se perdió la chance de acceder a un crédito” porque un crédito es, en sí, una chance; y la pérdida de chance de una chance no es indemnizable.
- Respecto a la enumeración de rubros que deben considerarse “especialmente” debe destacarse que la misma no es taxativa sino meramente indicativa.
Los supuestos de lesiones a intereses patrimoniales legítimos, no se agotan a ellos.
- La “violación de los derechos personalísimos de la víctima, de su integridad personal, su salud psicofísica, sus afecciones espirituales legítimas y las que resultan de la interferencia en su proyecto de vida, ”deberán ser evaluadas, en principio, como rubros conceptualmente autónomos. Para determinar, luego, si tienen también autonomía resarcitoria, deberá valorarse si sus implicancias no fueron consideradas ya como daño emergente, lucro cesante o pérdida de chance.
El mayor desafío estará en la cuantificación
Según entendemos, toda violación a los derechos personalísimos o a la salud psicofísica que no implique daño emergente, lucro cesante o pérdida de chance, implicará necesariamente una afección espiritual legítima resarcible. De acuerdo con nuestro criterio personal, entonces, en este último concepto “afección espiritual legítima” debieran incluirse.
El esquema que proponemos, entonces, es el siguiente:
- a) daño emergente,
- b) lucro cesante,
- c) pérdida de chance,
- d) afecciones espirituales legítimas -lo que habitualmente llamamos “daño existencial por pérdida de calidad de vida”-, y
- e) daño al proyecto de vida.
Una última aclaración: según el sistema adoptado por el Código Unificado, las afecciones espirituales legítimas, deberán ser cuantificadas según la teoría de los “placeres sustitutos”.
La idea es procurar a la víctima un goce proporcional al daño sufrido, que resulte apto para recomponer la integridad de su espíritu.
Tratándose de un sistema que aspira a la reparación plena de la víctima, la proactividad probatoria de las partes procesales sería fundamental para lograr la convicción de quien debe juzgar.
En beneficio de uno u otro interés procesal -sea para acreditar o para limitar la reparación- ,todo indicio suma. Con el fin del daño moral termina también, entonces, el tiempo de la pasividad del demandado. Y eso, los aseguradores harían bien en tenerlo muy presente.
Dr. Osvaldo R. Burgos
Abogado
¡Excelente comentario Dr. Burgos! Un aplauso desde Costa Rica.
Juan Ignacio Quirós