Cuando entran a fallar… (Nota XV)
Especial para El Seguro en acción
Vigente desde agosto, el Código Unificado establece un cambio total de perspectiva en la apreciación de los daños y fija nuevas pautas para determinar su resarcimiento. Incorpora rubros resarcitorios, sustituye conceptos con décadas de vigencia, unifica regímenes, amplía las posibilidades de perseguir una reparación plena y, a la vez, limita la legitimidad de esa expectativa indemnizatoria a los daños causados por particulares. La breve anotación de un fallo reciente, dictado en un caso contra una empresa estatal, nos permite repasar algunas de esas modificaciones sustanciales, haciéndonos un par de preguntas y conviniendo en una evidencia: no es lo que viene; es lo que hay.
El fallo
El pronunciamiento al que vamos a referirnos aquí es el que recayó en los caratulados “Moras, Sandra c/ AYSA SA s/ daños y perjuicios” dictado por la Cámara Civil y Comercial Federal Sala I, en fecha 11/08/2015. En él se condenó a la empresa estatal prestadora del servicio de Aguas y Saneamiento en la Ciudad de Buenos Aires a resarcir los daños padecidos por una mujer que se cayó al insertar su pie izquierdo en una caja de llave de agua, sufriendo traumatismo de tobillo, en mayo de 2007.
Ocho años y medio de tramitación para llegar a una indemnización menor a treinta mil pesos, por un cinco por ciento (5%) de incapacidad; y a una planilla que seguramente sumará más de intereses que de capital.Todo un síntoma del naufragio. Y, también, apenas una imagen anticipada del mar de litigiosidad en cuya playa amanecimos hace un par de meses, empeñados en no verlo, como si enterráramos la cabeza en la arena.
Muy probablemente, con la nueva legislación, reclamos de este tipo habrán de multiplicarse. Asistiremos a ocasiones en las que la pretensión de reparación integral del daño subsanará injusticias crónicas del sistema anterior, ya inaceptables. Y habrá, también, otras, que rondarán el absurdo. El escenario nunca es el ideal: el derecho se construye en un continuo avance sobre el espacio de injusticia, siempre inconmensurable.
Pero hacer como si nada pasara y enterrar la cabeza en la arena -insistiendo, por ejemplo, con un elenco de exclusiones de cobertura que responde a una ley derogada-, no transforma a la playa seca del Parque Roca en un paraíso del Caribe. El escenario es otro, más allá de nuestras intenciones. Y ciertamente, empezar a reconocerlo, sería una actitud más que prudente. Justamente de eso intentaré ocuparme en la columna de hoy.
¿Con un Código o con el otro?
Todo periodo de transición porta sus confusiones. Pero la tarea del juzgador es clarificar el derecho, no confundirlo todavía más. Y sus argumentos, en cuanto pueden ser utilizados en fallos posteriores como jurisprudencia, pueden ser tanto o más importantes que el sentido de la decisión.
Lo primero que tiene que hacer un juez es determinar qué ley considera aplicable. Y luego, fallar apreciando el conjunto de las conductas sometidas a su decisión bajo un único parámetro sistémico. Usar más de uno, pasar de uno a otro según los caprichos de su discrecionalidad, termina por negar la imparcialidad del proceso en el que se involucra.
Veamos ahora, qué pasó aquí: ratificando en lo sustancial el pronunciamiento anterior; la Cámara condenó a la demandada, fundándose en su propiedad de la caja de llave de agua instalada en la vereda, en razón de que “ninguna prueba ha aportado respecto de la supuesta culpa de la víctima”, tal y como el juez de primera instancia había sostenido “en virtud del artículo 1.113, segundo párrafo, primera frase, Código Civil (anterior redacción)” y con la extensión del artículo 1.757 del nuevo Código, que textualmente cita: “Hecho de las cosas y actividades riesgosas. Toda persona responde por el daño causado por el riesgo o vicio de las cosas, o de las actividades riesgosas o peligrosas por su naturaleza por los medios empleados o por circunstancia de su realización. La responsabilidad es objetiva. No son eximentes la autorización administrativa para el uso de la cosa o la realización de la actividad, ni el cumplimiento de las técnicas de prevención.”
Observamos así, una incoherencia manifiesta y grave –que, sin embargo, ya hemos apuntado en otros fallos tratados en esta misma columna y amenaza con volverse tendencia, casi al nivel de un TrendingTopic-, : se utiliza un Código (el nuevo) para determinar la extensión del deber de responder y otro Código (el viejo) para evaluar la posibilidad de su exclusión.
Esto es directamente inaceptable: si se iba a aplicar la ley nueva, debió entenderse que ya no era exigible que el demandado acreditara la “culpa de la víctima” -como sí lo era al momento de fallar en primera instancia, cuando el Código Civil estaba todavía en vigencia-, sino que le bastaba, simplemente, con acreditar el hecho de la víctima con incidencia causal, parcial o total, en su resultado dañoso.
Quizás, en el caso específico, el sentido de la decisión no hubiera cambiado.
Pero, como dijimos antes, los argumentos de un fallo pueden pesar mucho -y ahora todavía más- en otras instancias de decisión, más allá del caso para el que se piensan. Y deberían tenerse presente, por ejemplo, en un siniestro con participación de menores, donde esta distinción podría determinar, por sí misma, la resolución del conflicto.
¿Qué haríamos hoy con Aysa?
Centrémonos ahora, en la persona demandada. Aysa es una empresa creada por el Gobierno Nacional, dentro del marco de nacionalización del servicio que presta, constituida como una sociedad anónima con participación del Estado en un 90 % -el otro 10% del capital accionario está en manos de los trabajadores-, y gestión estatal. Frente a tales características subjetivas, la incógnita que se nos impone despejar es: si hoy ocurriera el mismo siniestro; ¿podríamos demandarle la plena indemnización de los daños?
El artículo 1.763 del Código Unificado determina que “la persona jurídica responde por los daños que causen quienes las dirigen o administran en ejercicio o con ocasión de sus funciones”. Aysa es una persona jurídica -una sociedad anónima-, por lo cual la respuesta afirmativa a la cuestión de su legitimación pasiva -la aptitud para ser demandada-, devendría irrefutable.
Ello, más allá de que los artículos 1.764 y 1.765 excluyan al Estado de todo reclamo por responsabilidad civil -no puede demandárselo, ni siquiera subsidiariamente-, y el artículo 1.766 haga lo propio con los funcionarios y empleados públicos, que sólo responderán en mérito y bajo los parámetros del derecho administrativo.
La desprolijidad de la inaceptable exclusión del Estado y de los funcionarios y empleados públicos respecto a la ley que rige al resto de los mortales -sumada al hecho de la interpretación restrictiva con la que deben entenderse todas las excepciones en nuestro derecho-, arroja así algunas paradojas interesantes: el Estado tiene a su cargo la gestión de Aysa, y cualquier daño que esta cause será atribuible, en primera instancia a él. Sin embargo, ni el Estado ni el empleado público que cause materialmente el daño, serán civilmente imputables. Pero Aysa, sí.
El artículo 1.763 alcanza, entonces, una consecuencia impensada, funcionando de manera especular a la considerada en su redacción: quienes dirigen Aysa son funcionarios y empleados públicos; quien la administra es el Estado. Ni uno ni otro responden por la ley común. Pero la sociedad anónima que dirigen y administran debe responder.
No obstante, esa no es la única paradoja que el caso arrastra, y ni siquiera es la más grave; hay, al menos, otra peor. En las jurisdicciones en las que el servicio sea prestado directamente por Organismos, secretarías o ministerios que integran la estructura centralizada del poder estatal, la exclusión de los artículos 1.764, 1.765 y 1.766 no es destruida por la responsabilidad de las personas jurídicas fijada por el 1.763.
Es decir: quien pise una caja de llave de agua y caiga en la vereda en esas jurisdicciones, no podrá requerir legítimamente la indemnización plena que por derecho constitucional le asiste. Es aquí cuando la creación de una nobleza que supone situar al Estado, los funcionarios y los empleados públicos por fuera de la ley común exhibe su irrefutable inconstitucionalidad.
Dos personas, en distintas jurisdicciones del país, el mismo hecho dañoso. A una, el Código le reconoce la reparación integral de su daño; a la otra no. ¿Y la igualdad de los habitantes del territorio argentino, ante la ley? Tema para otra columna. O para otro autor.
El “daño moral” no es “daño psicológico”
Tercera cuestión, que surge del fallo. Y que empieza a resolverse asentando una constatación y la obviedad de su consecuencia necesaria: el daño moral no existe más como concepto y no existiendo conceptualmente, mucho menos, puede considerarse un rubro de resarcimiento autónomo. Lo que no existe no puede ser resarcido, claro.
Desde agosto, en su reemplazo el artículo 1.738 reconoce aptitud de resarcimiento a las consecuencias de toda violación a las afecciones espirituales legítimas -sea que esas afecciones deriven de la violación de derechos personalísimos, de la integridad personal, de la salud psicofísica, o no-, y a cualquier incidencia negativa sobre el proyecto de vida.
A tono con otras normas del mismo cuerpo legal, la redacción de este artículo es confusa, equívoca y termina por empañar su loable intención. Pero una cosa está, por demás clara: el “daño moral” o “las consecuencias de las afecciones espirituales legítimas”, no tienen nada que ver con “el daño psicológico”.
La diferencia está -y estaba, antes también-, dada por el carácter patológico: la afección psicológica supone una enfermedad susceptible de ser tratada; no así el “daño moral”, ni los conceptos que hoy lo reemplazan.
Por eso, al referirse al daño psicológico, el Código Unificado lo incluye en el daño a la salud y habla, acertadamente esta vez, de afección a la “salud psicofísica”.
La instancia para evaluar el daño psicológico es la pericia pertinente. Y a partir de ella, se desplegarán sus dos campos posibles de manifestación: el costo del tratamiento -que integrará el concepto de “daño emergente”- y, luego, las secuelas incapacitantes -que se proyectarán económicamente en un lucro cesante, por la disminución en la capacidad de generar ingresos que deberá afrontar la víctima-.
Ni el viejo y equívoco “daño moral”, ni el conjunto de las afecciones espirituales que hoy lo reemplazan en el esquema de resarcimiento, pueden ser objeto de estudios periciales. A su determinación se llega por el aporte de indicios concurrentes y, según el sistema que la nueva legislación adopta de manera expresa, su cuantificación debe remitirse al costo de procurar a la víctima “placeres sustitutos” o compensatorios. Es decir, placeres aptos para procurarle sensaciones de bienestar que, en cada caso, puedan entenderse equivalente a los displaceres resultantes de la afección.
No se trata de una simple diferenciación teórica, aclarémoslo: en la complejidad del escenario actual, confundir conceptos puede llevar a fijar una doble indemnización; o también, en el defecto que su retracción importa, a determinar la negación del resarcimiento.Y como es obvio, tanto la insuficiencia como la exageración suponen, para quien es obligado a padecerlas, una igual privación del derecho; expresan una idéntica experiencia de injusticia. Un daño causado, en uno u otro sentido, por la misma imposición de la fuerza de ley, con todo el descrédito y la amenaza que eso implica para la coexistencia pacífica de la sociedad.
Un esquema posible (mi propuesta personal)
Es justamente a fin de evitar duplicaciones u omisiones en la cuantificación, que resulta imprescindible contar con un esquema de reparación, en el que todos los rubros conceptualmente autónomos sean debidamente considerados, y cada rubro autónomamente resarcible sea efectivamente reparado.
Si bien todo lo que goza de autonomía resarcible -es decir, que puede ser reclamado como rubro específico-, exhibe autonomía conceptual; los términos de esta afirmación no son reversibles: claramente, no todo lo que cuenta con autonomía conceptual -es decir, lo que puede ser considerado como un daño en sí, independiente y separado de otros-, goza de autonomía resarcible.
Ya he tratado esta diferenciación y sus implicancias en mi libro “Daños al Proyecto de Vida”, publicado en el año 2012. Si algún lector de esta columna está interesado en ella, puede rastrearla allí. Ciñéndome ahora a la idea y a los límites de este espacio, voy a culminar la entrega de hoy detallando el esquema de resarcimiento que vengo utilizando desde hace largos años.
- Daño emergente
- Lucro cesante
- Pérdida de chance
- Daño existencial como pérdida de calidad de vida (conjunto de afecciones espirituales legítimas, no patológicas, ni traducibles en consecuencias pecuniarias)
- Daño al proyecto de vida.
Durante más de un lustro, en vigencia del Código de Vélez, una y otra vez me he visto obligado a proponer este esquema resarcitorio por vía subsidiaria a la antigua limitación bipartita del Código Civil (daño patrimonial y daño moral, entendido como concepto asimilable a todo el daño no patrimonial, que agotaba en su formulación).
Limitación bipartita que, por lo demás, se resiste al exilio y puede volver a verse, todavía, en el fallo que anotamos, cuando dice que “las alteraciones de índole psíquica no han sido admitidas como una categoría autónoma con relación al daño material o al moral, pues la incapacidad afecta al ser humano como unidad personal y puede proyectar su influencia a través de consecuencias que repercuten tanto en una u otra esfera”.
Hoy, afortunadamente, el esquema en cuestión se ha librado de esa pesada carga de subsidiariedad obligada. Y habiendo sido expresamente receptado por el texto legal vigente, bien puede ser una vía para empezar a ordenar el mar de litigiosidad en el que, más tarde o más temprano, nos encontraremos navegando.
Porque según define el artículo 1.737 hay daño cada vez que se lesiona un derecho o un interés no reprobado por el ordenamiento jurídico. Y, de acuerdo con la misma letra del Código vigente, todo daño no probadamente justificado, debe ser íntegramente resarcido. En conclusión: cualquier limitación adicional a este principio de reparación plena, deviene evidentemente inconstitucional.
Si es verdad que la playa seca de Parque Roca no es una isla del Caribe, también es cierto que, una vez que levantemos la vista y nos animemos a mirar, podemos intentar hacer que se le parezca.
En cualquier caso, recordémoslo aquí: no es lo que viene; es lo que hay. Y, en esas circunstancias, abrir los ojos nunca puede ser una mala idea.
Dr. Osvaldo R. Burgos
Abogado
Excelente artículo.
Dr. Guillermo Sagués