Cayendo en las redes

Por Dr. Osvaldo Burgos

Especial para El Seguro en Acción

LA LETRA ESCARLATA, RELOADED

¿Tengo obligación de publicar la sentencia que me condena y avisarles a todos mis contactos que no soy confiable? Un fallo que obliga a indemnizar por agravios en Facebook. Su pertinencia y la peligrosidad latente de sus excesos

  1. La pregunta.

La pregunta de Facebook es simple y directa: ¿Qué estás pensando, Osvaldo? Sin embargo, aunque todos creen escribir lo que piensan en el pequeño espacio en blanco que la incógnita inaugura; muy raramente alguien piensa lo que escribe. “Yo soy así, digo lo que pienso y al que no le guste es su problema”. Con formulaciones más o menos parecidas, todos hemos escuchado esta autoafirmación alguna vez. Los adalides de la autenticidad sobran. Pero desde un punto de vista lógico, se trata de una frase inconsistente y falaz.

Inconsistente, porque “decir lo que se piensa” exige “pensar lo que se dice”, y ese “pensar lo que se dice” implica necesariamente considerar el problema de que a alguien pudiera no gustarle lo que estamos diciendo. Y hacerse cargo de las consecuencias. Vivir con otros supone aceptar un determinado nivel de inhibición y este es un “malestar” propio de la cultura, dirían los psicoanalistas freudianos. La explicación es clara: una hipotética sociedad en la que todos dijéramos todo el tiempo lo que pensamos duraría diez segundos. Absolutamente ninguna relación humana sobreviviría a la generalización de una conducta semejante.

Falaz, porque pensar es –para decirlo en términos claros- formarse mentalmente un juicio sobre algo o alguien, a partir de la ponderación y composición de ciertas ideas. Y las ideas son imágenes o representaciones. Que pueden o no surgir de lo que los sentidos perciben –esa era la mayor diferencia entre Platón y Aristóteles, nada menos- pero no son percepciones en sí mismas. Percibir es sentir y sentir no es pensar. 

En general, salvo supuestos muy excepcionales que implican alteraciones funcionales importantes, sentimos (percibimos) todo el tiempo y pensamos solo a intervalos esporádicos. Pero el rectángulo blanco está ahí. La pregunta permanece y nos llama. A los contactos hay que saciarles continuamente su incesante voracidad. De modo, entonces, que cuando Facebook nos hace preguntas del tipo ¿Qué estás pensando, Osvaldo? lo que en realidad hacemos es publicar lo que estamos sintiendo. Y esa deficiencia de comprensión, ese apartamiento de la consigna, a veces puede generar malentendidos, conflictos, daños, obligación de responder.

Nada es gratis en la vida. Y los errores, menos. Más allá de la buena o mala intención de sus gurús, el difundido y políticamente atractivo afán de “sentipensar” resulta ser así una ambición imposible, por la insuperable contradicción interna que presenta en su formulación. Sintácticamente configura un oxímoron (sería algo así como proponerse “vivir la propia muerte”). Filosóficamente, una aporía (una valla de la que ningún argumento se sigue).  

2. El “pensamiento menú”.

Martin Heidegger, uno de los grandes filósofos de la historia contemporánea –para algunos, el más grande de todos- diferenciaba entre el pensar calculante y el pensar reflexivo. Y allá por la mitad del siglo que pasó, advertía los problemas de resignar toda reflexión a la fascinación por la técnica. Ochenta años después, a mí me parece que la reflexión –en esa fascinación por la técnica que, más o menos justificada según los casos, no hizo más que crecer exponencialmente desde entonces- ha sido sustituida por una especie de “pensamiento menú” o “pensamiento a la carta”. Ante la aparición de un problema, la primera reacción que tenemos ya no es reflexionar, considerarlo, ponderar en solitario sus posibles vías de solución. Tampoco calcular las consecuencias. Nuestra primera reacción es consultar, preguntar, entrar en grupos, en chats, buscar en youtube, pedir consejos. Y valorar las opiniones, no cualitativa sino cuantitativamente.

El problema es que para que esa forma de pensamiento plural (no colectivo) exista y funcione, la información sobre todo y todos tiene que estar disponible para quien la requiera, todo el tiempo. Facebook lo sabe. Por eso, cuando nos pregunta “¿Qué estás pensando”? espera, en realidad que le contemos lo que estamos sintiendo. Y ahí la frase es “yo soy así (este es mi muro) digo lo que siento y al que no le guste es su problema”. Pero, si hablamos de sentir, alguien puede sentirse ofendido por lo que publicamos. Y entonces el problema de ese alguien, termina siendo el nuestro.

3. El caso.

A veces el trabajo de las y los profesionales de la abogacía no termina de conformar a sus clientes. Suele pasar. El elenco de temas controversiales que pueden ser fuente de conflictos entre abogado/a y cliente es amplio: los costos, los tiempos, el resultado, las formas. Algunas de esas cuestiones tienen que ver directamente con el desempeño profesional, otras no: las expectativas, las deficiencias de comunicación, el engorroso funcionamiento del sistema y las opiniones de terceros –reales o virtuales- también influyen.

En el caso que me propongo analizar hoy, resuelto por la Cámara de Apelaciones en lo Civil y Comercial de la 9ª nominación de Córdoba y cuya carátula se identifica únicamente con iniciales (“A.N.L. c/ V.C.M.”) algo en una relación profesional se rompió. Y no sabemos las causas, pero sí las consecuencias. Una abogada (“A.N.L.”) había llevado adelante una declaratoria de herederos; en principio, uno de los trámites menos conflictivo –es decir, menos apto para constituirse como fuente de conflicto- de todo el amplísimo universo de competencias profesionales de la abogacía, en tanto no supone necesariamente una controversia de partes. Pero aun así, diría TU SAM, “puede fallar”.

La cliente representada, que terminaría por ser su demandada en el caso que nos ocupa (“V.C.M.”) manifestó una notoria disconformidad con su desempeño. Hasta ahí, nada extraordinario. Pero sucede que lo manifestó en Facebook. Y llenó el tentador rectángulo en blanco con la bendita pregunta (“¿Qué estás pensando?”) de afirmaciones que la profesional consideró ofensivas. El posteo tuvo muchas vistas, reacciones y comentarios. Se compartió en un grupo, involucró a otra gente y a los contactos de esa otra gente. El daño se magnificó.   

4. El fallo.

Para condenar a la clienta descontenta por los exabruptos de su respuesta frente al rectángulo tentador de Facebook (¿Qué estás pensando, amiga?) la Cámara cordobesa consideró ciertas cuestiones que debiéramos tener presentes:

1. Existen instancias formales previstas para denunciar el comportamiento contrario a derecho de los profesionales de la abogacía (los Tribunales de Ética, los mismos Colegios de Abogados. etc.).

No se queje si no se queja, decía el gran Tato Bores. Sin denuncia formal ante las instituciones específicamente habilitadas para recibirlas, debe presumirse la conformidad de quien no se manifiesta disconforme.

2. La informalidad de las publicaciones en las redes no licúa la responsabilidad por el carácter dañoso de los propios dichos.

Ningún derecho es absoluto en nuestro sistema legal; la libertad de expresión, tampoco. El abuso no está amparado bajo ninguna circunstancia. Y el fárrago (cúmulo de ideas, o expresiones confusas, inconexas o superfluas) propio del espacio de las redes no supone un lugar sin ley. No hay anomia ni estado de excepción que ampare a los cibernautas.

3. Las redes no pueden convertirse en un circo romano, en el que cada uno levante o baje el pulgar condicionando la vida de los otros.

Su utilización debe ser racional. Mi bronca, mi desasosiego, mis emociones, son mías, pero sus formas de manifestación, ya no. Wittgenstein (que fue, para quienes desprecian a Heidegger, su rival en este superclásico, el único gran filósofo del siglo XX) decía: no hay límites para el pensamiento; debe haber límites para su expresión.  

4. La cantidad de los mensajes en el posteo y el número de sus réplicas magnificaron el daño, haciendo de la acusación una sentencia pública.

No hay que confundir justicia con ajusticiamiento. Aunque todos estemos ocasionalmente tentados a formar nuestra propia Liga de La Justicia y obrar como vengadores (y en su compartimentación del espacio social en ínfimos grupúsculos provisorios, las redes tiendan a facilitar eso) está claro que una sociedad de ajusticiadores, verdugos y víctimas –en la que todos se reservaran la facultad de condenar a los otros– es lisa y llanamente impensable.

5. Indemnización del daño al honor. Obligaciones de hacer. Inconstitucionalidad. 

En razón, fundamentalmente, de esos argumentos; la Cámara ratificó la sentencia de primera instancia, condenando a la clienta disconforme al pago de una indemnización de cincuenta mil pesos ($50.000) más intereses por su exabrupto –no haciendo lugar a la pérdida de chance ni al daño emergente, rubros también reclamados y que consideró improbados-. Impuso, además, obligaciones de hacer: eliminar el posteo de todos los lugares en los que lo hubiera publicado (hasta acá vamos bien) y publicar, en los mismos, la parte resolutiva de la condena. Derrapamos.

Esta última imposición (la que configura el derrape) es, a mi criterio, lo que hace interesante el fallo. La responsabilidad por los daños ocasionados en, por y con el uso de las redes es un tema pendiente en nuestro derecho. Su regulación específica fue una de las posibilidades perdidas con la sanción del C.C. y C. Y se enmarca en una carencia mayor: la necesidad de decidir qué vamos a hacer, qué vamos a permitir, qué usos vamos a prohibir y qué condiciones y formas exigimos para la utilización de la Inteligencia Artificial en general, y sus inabarcables posibilidades tecnológicas.

Acá volvemos a Heidegger y a su visión de hace más de ocho décadas: no se trata de negar la técnica –eso, además de ilusorio y absurdo sería fácticamente imposible porque el conocimiento avanza, con o sin nosotros- sino de resistirse a su pretensión de hacerse nuestra esencia, de situarse fuera de toda regulación, de tornarse absoluta y omnisciente. Cuando la Cámara obliga a la causante del daño a recorrer los sitios en los que publicara su comentario, para anoticiar a quienes ingresaran a ellos de la condena en su contra (derivada de esa misma publicación) está asumiendo la existencia de una realidad integrada en la que lo virtual y lo material resultan inescindibles. Y eso es bueno. La red está muy lejos de ser Las Vegas: lo que pasa en la red no queda en la red.

Sin embargo, lo hace de una manera equivocada, tan excesiva como las expresiones que juzga y vulnerando notoriamente las garantías constitucionales. Pretende subsanar un abuso en la libertad de expresión mediante un exceso de moralidad en la imposición de justicia, que termina transformando su acto en un ajusticiamiento. Una cosa es ser obligado a eliminar una publicación agraviante –a los fines de no seguir incrementando el daño ya causado ni acrecentar sus consecuencias, en razón de la llamada función preventiva de la responsabilidad- y otra muy distinta es ser obligados a publicitar la sentencia que pone fin a un pleito en nuestra contra, condenándonos a indemnizar.

6. Un par de ejemplos extremos

Pensemos ahora en algunas situaciones análogas, que nos permitan ver más claramente la magnitud de este desatino:

a) ¿Deberían, con este mismo criterio, todos los condenados en accidentes de tránsito, llevar en un lugar visible de su automóvil la parte resolutiva de la sentencia que los condena?

Si la agraviante de la abogada demandante debe advertir a todos sobre la probada incontinencia de sus dichos, parece lógico que los automovilistas deban avisar a los otros conductores de la falta de confiabilidad de su manejo.

b) ¿Puede obligarse a las aseguradoras condenadas judicialmente, a enviar la parte resolutiva de cada sentencia que las condena, a todos sus futuros cocontratantes?

Es claro que recibir, con la propuesta, una información de este tipo podría orientar a los asegurados en su decisión de confiarles o no, sus intereses asegurables. Cuidado, alguien podría sostener que es parte del deber de información.

Los ejemplos posibles son tan numerosos como la imaginación de cada uno lo permita. A nuestros fines, bastan estos dos. El tema es que por este camino llegamos inevitablemente a la estrella amarilla que debían coser los judíos en sus ropas, bajo el régimen nazi. A la cruz en las puertas de los infectados que un exaltado gobierno provincial proponía pintar durante los primeros tiempos de la pandemia. A la letra escarlata, reloaded.

Los jueces no quisieron abrir esa puerta –y están amparados además por el artículo 1740 del C.C.y C. que los faculta a ordenar la publicación de sentencias si así lo pide la parte- pero la abrieron. Hannah Arendt –otra filósofa de las grandes- diría: es la banalidad del mal. Gente bienintencionada que hace su trabajo sin pensar lo que está haciendo. 

7. El eterno retorno de Hester Prynne

Hester Prynne, la protagonista de la obra citada en nuestro título, fue una madre soltera, conminada por la rígida sociedad puritana de su época (inicios del siglo XVII) a denunciar el nombre del padre de su hijo. Pero se negó a hacerlo y entonces, acusada de adúltera, fue obligada a llevar eternamente sobre su pecho un pañuelo con una letra “A” bordada, en color escarlata, que a su sola presencia les recordara a todos –incluso al hijo- su pecado.

La demandada en el fallo que comentamos (“V.C.M.”) sostuvo en el trámite que su intención no era “escrachar” a la profesional que la representara, sino contar una experiencia. Contribuir a lo que acá llamamos el “pensamiento menú” o “pensamiento a la carta”, que se sostiene sobre la suma indiscriminada de relatos de experiencias individuales, sin necesidad de articulación reflexiva. Algo es importante: no la condena la falta de veracidad de sus dichos –que no se analizaron– sino el medio elegido para expresarse –que exhibe un inabarcable poder de difusión.

De cualquier modo, parece razonable imaginarla ahora recurriendo a Google o a Youtube para que otros “expertos ocasionales” le indiquen como proceder frente a esta sentencia. Y con el solo expediente de cerrar (¿provisoriamente?) la cuenta que utilizó para exponer su descontento y abandonar el grupo en el que publicó su ira, la obligación de hacer impuesta en la sentencia devendría de cumplimiento imposible.  Seamos serios: el sol no obedece a mi sintaxis ni puedo taparlo con la mano. Los daños en internet exigen, ya, su regulación específica.

8. Cuatro preguntas básicas.

Cuando una multitud ignorante trata de ver las cosas con sus propios ojos, corre grave peligro de engañarse” escribe Nathaniel Hawthorne autor de “La Letra Escarlata”.  Casi dos siglos después de su aparición (la primera edición de esta novela es de 1850) y tres siglos después del momento en el que se ambienta la acción (principios del siglo XVII, según ya dijimos) la multitud ignorante somos nosotros. Y las redes sociales se sostienen sobre la generalización de ese engaño. No es lo que pensás lo que les importa a los prestadores; es lo que sentís. Y lo que hacés, o no, con eso.

Antes de terminar –porque “es la hora”, como dice uno de los trapos auriazules en la popular de Génova- intentemos dejar sentada nuestra posición sobre el tema, respondiendo a cuatro preguntas básicas:

¿Los daños por agravios en internet deben indemnizarse? Sí. Y, como cualquier otro daño, hacen nacer el derecho a su reparación plena. ¿Contamos con una legislación adecuada para eso? No. La responsabilidad debiera empezar por los prestadores, que son quienes permiten la difusión indiscriminada. Y lucran exorbitantemente con eso.  ¿Corresponde la obligación de eliminar las publicaciones agraviantes? Si. Está prevista en el Código vigente como una de las formas de la función preventiva de la responsabilidad. ¿Es adecuado obligar al condenado a publicar la demanda que lo condena? No. Es un exceso, un tremendo dislate que transforma la justicia en ajusticiamiento.

“Un pecado de pasión, no de principios, ni siquiera de intención”. Así calificaba Hester Prynne su acto en una escena que sigue conmoviendo. En términos menos teológicos y poéticos ese fue el posicionamiento que adoptó “V.C.M.” en su apelación. Pero la racionalidad de la Cámara la condenó, como la moralidad de los puritanos condenó a Hester, obligándola a lucir una letra escarlata virtual que recuerde eternamente a sus contactos y vecinos de grupo, su propensión al exabrupto. El que no puede contenerse, que avise. Y nos libre de todo el mal que augura su cercanía.

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One Thought to “Cayendo en las redes

  1. Mariela

    Excelente retórica. Y, respecto del agravio de la demandada, muchas veces me pregunto cómo puede ser que en los programas «de chimentos» digan tantas cosas sobre otras personas sin un respaldo. Parten de una premisa (y sea solo una sospecha o una denuncia real) para hacer un montón de suposiciones sobre la vida pasada y futura de una persona. No me he puesto a investigar, pero supongo que el mundo de la farándula tiene leyes tácitas. O bien «es el precio de la fama».

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