(Repaso de la “función resarcitoria”)
Cuando entran a fallar… (Nota XXVIII)
Especial para El Seguro en acción
Lo dijimos muchas veces: el régimen legal vigente desde agosto de 2015 en nuestro país, instaura una sustitución paradigmática, impone nuevas reglas de juego. No es un cambio cuantitativo sino cualitativo, no implica una simple superación del nivel en el que estábamos, sino un definitivo cambio de pantalla. Aunque algunos insistan en no enterarse, desde hace poco más de diez meses en el Derecho Argentino, estamos jugando a otra cosa.
Claro que hay resabios. La interpretación consolidada del artículo 7 -que no es, ni por asomo, lo que el artículo 7 dice en su letra, pero ese es un detalle que a la gran mayoría de los jueces no les importa-, sostiene que para todos los hechos ocurridos hasta el 31/7/15 inclusive, sigue siendo aplicable el viejo Código Civil.
Bien (o no tan bien, según se verá). Pensemos un instante en la antigua prescripción bianual de las obligaciones extracontractuales; agreguémosle la posibilidad de interrumpirla constituyendo en mora al deudor, que la misma legislación otorgaba; y consideremos, por último, el plazo cauteloso de siete u ocho años que suele insumir, mínimamente, el trámite procesal. El resultado es irrefutable: terminando el año 2027, leeremos sentencias que mencionarán el Código de Vélez Sarsfield. Y muy probablemente las firmen jueces que recién están terminando ahora su carrera de grado, habiendo abandonado ya sus lecturas de esa regulación.
¿Qué significa todo esto? Que es razonable pensar que, así como los primeros fallos que siguieron a la sustitución normativa intentaron adaptar los argumentos de la nueva ley a una decisión tomada y sostenida desde la ley antigua, a medida de que los años transcurran, todas las decisiones se tomarán en consideración al sentido inaugurado por el Código Nuevo, aunque formalmente se argumenten con referencia al derogado. Es ahí cuando el repaso a las “funciones de la responsabilidad” que el Código Unificado propone, resulta una tarea urgente.
En una entrega anterior de esta misma columna, hemos abordado ya el dislate de lo que dio en llamarse, de una manera al menos imprevista, “función preventiva y punición excesiva” (artículos 1.710 a 1.715 del Código Unificado). La idea de hoy es detenernos a pensar algunas notas sobre la “función resarcitoria” que, con deficiencias alarmantes y concesiones escandalosas, intenta sustituir el paradigma de la responsabilidad civil por el de la reparación integral.
Quien sufre un daño debe ser íntegramente resarcido, incluyendo sus afecciones espirituales y el menoscabo de su proyecto de vida. Pero, entonces, ¿hay que pagar siempre? ¿Cuáles daños se resarcen y cuáles no?
LA REPARACIÓN INTEGRAL ES UNA REPARACIÓN JUSTA
Esta es una frase de manual. El problema, claro, es la indefinición de su término concluyente. ¿Qué es una reparación justa? No aquella que se da POR justicia -todos conocemos una larga enumeración de fallos escandalosamente injustos que, sin embargo, valen como jurisprudencia-, sino aquella que se da EN justicia, LA QUE REALIZA, EN CADA SOCIEDAD Y EN CADA MOMENTO HISTÓRICO, LO QUE SE TIENE POR JUSTO.
Pues bien, lo que se tiene por justo en esta sociedad y en este momento histórico, es que nadie resulte obligado a convivir con los efectos negativos de un daño que se le ha impuesto por acción u omisión de otra persona.
Hasta ahí vamos. El problema, como siempre con estos codificadores, son las deficiencias en el uso del lenguaje y la repetición forzada de estructuras pensadas para funcionar en contextos superados. El artículo 1.740, que habla de “Reparación plena” sostiene que, tal reparación -que es simplemente otro nombre usual de la reparación íntegra-, “consiste en la restitución de la situación del damnificado al estado anterior al hecho dañoso”. Grueso error.
En un esquema de reparación integral no se trata de “restituir al damnificado al estado anterior del daño”-que es la pretensión lógica de un sistema de responsabilidad civil-, sino de garantizarle la posibilidad de seguir con su vida COMO SI el daño no hubiera ocurrido.
En ese “como sí” de la formulación, radica la gran diferencia.
El daño ocurrió y no puede anularse. Aunque veinte años no sea nada, volver el tiempo atrás es una aspiración vana, incluso para Gardel, Le Pera y todos sus guitarristas. Y eso, por más que el 2034 nos encuentre, más dominados que unidos, citando un Código abrogado en el 2015.
Tiene que funcionar de otra forma. Y, de hecho, de otra forma funciona: la razón de ser del derecho, pensado desde la óptica de la reparación integral, es permitir a quien lo sufrió, la posibilidad de minimizar -y cuando se puede, anular- la afección consecuente de sus bienes jurídicos legítimos.
Así como la responsabilidad civil juzga “lo que pasó” y se proyecta hacia el pasado, la reparación integral anticipa lo que va a venir, proyectándose hacia el futuro.
LA MODIFICACIÓN DEL PUNTO DE VISTA
La modificación del punto de vista es evidente: la responsabilidad civil, pese a sus continuas adecuaciones y forzamientos de conceptos a través de las décadas, se justifica en la determinación del responsable y en la intención de obligarlo a reparar las consecuencias de su acción u omisión dañosa. Tiene, más allá de los tecnicismos jurídicos que durante el transcurso de su evolución conceptual se han sucedido, un origen y una esencia sancionatoria.
La reparación integral, por el contrario, se centra en la víctima del daño. E intenta permitirle continuar con su vida, con la menor carga de afección posible.
Contrariamente al esquema de responsabilidad civil pura y dura, no parte de tener por válida la ficción de una sociedad estable que alguien -luego el responsable- altera, sino de aceptar que desde que los hombres viven en sociedad, pueden ser dañados. Y que es desde esa experiencia de injusticia, que cada sociedad histórica piensa el derecho en el afán de evitar los daños y minimizar las consecuencias de su inscripción en el entramado social.
Por eso, a la reparación integral le es tan natural la intención de prevenir, que a la responsabilidad civil se le complica tanto. Lástima que en este Código esa intención haya sido -como dijimos cuando tratamos el tema-, absolutamente vaciada de contenido.
En este tema, y en otros tantos además, los codificadores (doctores, todos, “de fama bien adquirida”), actuaron como aquellos cantores a los que aludía el gaucho Martín Fierro, “vigüela” en mano, en alguna estrofa del inicio de su maravilloso poema: “parece que sin largar se cansaron en partidas”. En fin, sigamos.
NO SE TRATA DE LA CONSAGRACIÓN DE LA INDEMNIDAD
Antes de seguir, sin embargo, es necesario que algo quede bien claro. Centrarse en la víctima y proclamar la intención de evitar los daños y minimizar sus consecuencias desvaliosas, no implica consagrar la indemnidad. Atiendan los jueces, please.
No puede obligarse a responder a cualquiera, por cualquier daño. Esta pretensión -que ya comienza a advertirse en algunos doctrinarios-, desnaturalizaría la idea misma de la justicia y del derecho.
Para que alguien sea obligado a responder por un daño, debe existir un factor de atribución que así lo determine -un motivo, por el cual ese daño se atribuye a esa persona y no a ninguna otra-, y una causa que justifique esa imputación.
Aun en un esquema de responsabilidad integral, hay molestias propias de la vida social que no alcanzan a configurar un daño resarcible (esperar el transporte urbano más de lo previsto, por ejemplo, sin que ello derive en ninguna otra situación desvaliosa) y luego:
- daños atribuíbles, total o causalmente, a la propia víctima;
- daños derivados de casos fortuitos -es decir, sin un responsable humano-;
- daños justificados -atribuibles a una persona que, sin embargo, actúa según una razón jurídica superior, que hace que el deber de responder se anule-; y
- daños producidos por personas distintas a aquellas a las que se intenta atribuirse.
En el primero de los casos, la cuestión es simple: cada quien es responsable de sus propios actos.
En el segundo, en principio, no nacería la responsabilidad de nadie en particular; salvo lo dispuesto por el artículo 1.730 que, con sus propios horrores lingüísticos, alude como excepción a la preexistencia de una “disposición en contrario”, por la que esa responsabilidad se asumiera.
En el tercero, el daño es atribuible, pero la responsabilidad de quien lo causó se dispensa, por el interés superior en razón del cual actúa.
En el cuarto, hay responsabilidad y hay un dañador; pero la acción se dirige equivocadamente contra quien no debe responder. Por lo tanto, demostrando esta situación, el demandado está en condiciones de eximirse.
Repasemos los distintos supuestos entonces: No se responde (“no hay que pagar”) cuando no hay daño; cuando hay daño pero no es atribuible a nadie más que a su víctima; cuando no hay responsabilidad de nadie; cuando la responsabilidad puede excluirse o cuando hemos sido demandados en mérito a una atribución que no se sostiene.
Para mantener el buen humor hay que probar uno de estos “cinco grandes”. De lo contrario, habrá que sacar la billetera.
LEGÍTIMA DEFENSA, ESTADO DE NECESIDAD Y EJERCICIO REGULAR DE UN DERECHO
Estos son los tres supuestos de justificación, previstos en el apartado 4) de nuestra enumeración precedente.
La legítima defensa, según el artículo 1.718, puede ser “propia o de terceros” y exige la utilización de “un medio racionalmente proporcionado, frente a una agresión inminente, ilícita y no provocada”.
Pero, ¿qué quiere decir “no provocada”? Es una aclaración que oscurece. Lógicamente debiera entenderse como “no provocada” la agresión, por la persona que intenta la defensa; nadie puede razonablemente invocar haber actuado en el afán de resistir su propia conducta agresiva. Sin embargo, sí puede tratarse -y de hecho, casi siempre se trata-, de una agresión provocada por otra persona, distinta de la víctima y, ocasionalmente, también de su defensor.
Es interesante lo que sigue, en el texto normativo: “el tercero que no fue agresor ilegítimo y sufre daños como consecuencia de un hecho realizado en legítima defensa tiene derecho a obtener una reparación plena”, dice el inciso b) de este artículo 1.718. O sea: si en el afán de defendernos o defender a otro, dañamos a un tercero; el responsable de la agresión deberá reparar íntegramente los daños que este tercero sufra. Es lógico, al fin de cuentas: esos daños también derivan de su propia conducta reprochable.
Además de “no provocada”, la agresión debe ser “ilícita” (¿pero cuándo es lícita una agresión no justificada?) e inminente. Esta última exigencia supone toda una declaración de principios: puede tratarse del caso de “defensa” de una amenaza y no de una conducta dañante en ejecución, al momento de la acción defensiva. La reparación integral, mal que le pese a los codificadores y a diferencia de la responsabilidad civil, comienza en la prevención.
Respecto a la exigencia del medio proporcionado, es natural. No se pueden legitimar los excesos ni los abusos. El fin no justifica los medios; son los medios los que deben adecuarse al fin.
Y en cuanto al supuesto de “ejercicio regular del derecho”, no es más que otro resabio del esquema de responsabilidad civil, que deviene inaplicable desde la nueva perspectiva. Si, como dice el artículo 1.717 “cualquier acción u omisión que causa un daño a otro es antijurídica si no está justificada”, no hay ejercicio regular del derecho si hay daño. Y así como los fines no justifican los medios, ninguna justificación puede justificarse a sí misma. En fin. Nadie pretendía que fuera fácil, pero tampoco había necesidad de hacerlo tan difícil.
Por último, el estado de necesidad, permite la justificación de los daños causados en una acción que intenta evitar un daño mayor. Su regulación, en el inciso c) del 1.718 no difiere en nada del supuesto de legítima defensa de un tercero, ya previsto en el inciso anterior. Si hay amenaza de daño, nace un estado de necesidad que permite al amenazado o a otra persona, actuar para evitarlo; a condición de que los daños que causaren en esa actuación sean menores a los que conformaban la amenaza. Demasiadas palabras, para un concepto por demás simple. Y, para peor, notorios extravíos, que ahora pasaremos a citar.
LA ASUNCIÓN VOLUNTARIA DE RIESGOS ¿NO ES UN CONSENTIMIENTO INFORMADO?
Veamos: el artículo 1.719 regula expresamente que “la exposición voluntaria por parte de la víctima a una situación de peligro no justifica el hecho dañoso ni exime de responsabilidad a menos que, por las circunstancias del caso, ella puede calificarse como un hecho del damnificado que interrumpe total o parcialmente el nexo causal”.
Detengámonos en un ejemplo práctico: yo puedo ir conduciendo mi bicicleta, “más borracho que una cuba” como decía mi abuela sabia (aunque nunca entendí cómo hacían las cubas para emborracharse), o puedo cruzar la calle con los ojos cerrados, haciendo la vertical, por la mitad de cuadra. De cualquier manera, haga lo que haga, si un auto me embiste, la situación de peligro a la que me expongo no resulta suficiente para liberar al responsable del daño a la asunción de su deber de responder.
Aquel a quien el deber de responder se atribuye, deberá desvirtuar esa atribución probando, en el caso concreto, la relación causal entre mi comportamiento reprochable y los daños que padecí. El mero hecho de probar mi comportamiento riesgoso, no exime del deber de responder a quien me dañó.
No están permitidas aquí las presunciones. En su carácter de excepción, la interpretación de la causalidad que obliga a la propia víctima a cargar con su daño, debe ser estricta y concreta.
Son ejemplos extremos, claro. Pero saliendo ahora de ellos, lo mismo pasa cuando una persona conduce en contramano o no lleva puesto su cinturón de seguridad: esa acción, esa omisión, deben ser probadamente las causas directas de su daño, para que la excepción total o parcial del deber de responder, proceda.
No obstante, vivimos en la Argentina y acá, la facultad de sorpresa nunca se agota. En el artículo siguiente (1.720), el Código incurre en una de sus concesiones más grotescas: “sin perjuicio de disposiciones especiales, el consentimiento libre e informado del damnificado, en la medida en que no constituya una cláusula abusiva, libera de la responsabilidad por los daños derivados de la lesión de bienes disponibles”.
Resumiendo: la aceptación voluntaria de una situación de peligro, no libera del deber de responder a quien causa un daño; pero el consentimiento informado (que, convengamos, es su expresión típica), sí.
O sea: si un adversario en un partido de fútbol me lesiona, deberá asumir los costos de mi reparación integral, aun cuando su acción haya sido dentro del reglamento. Pero si el que me lesiona es el médico que me opera, mi consentimiento “libre” e informado, lo exime de tal deber de responder. Así estamos.
HECHO DE LAS COSAS Y ACTIVIDADES RIESGOSAS. ACCIDENTES DE TRÁNSITO.
Y ya que hemos hablado de fútbol (aunque todavía no hayamos nombrado a Rosario Central), podemos detenernos en una regulación “para la tribuna”. El artículo 1.769 -de él se trata-, vuelve a decir lo que se sabe desde, por lo menos, el año 1.968 (con la reforma de Borda, durante el gobierno de facto de la irónicamente llamada “Revolución Argentina”). “Los artículos referidos a la responsabilidad derivada de la intervención de cosas se aplican a los daños causados por la circulación de vehículos”.
Remite así a los artículos 1.757 y 1.758 que regulan la “responsabilidad derivada de la intervención de cosas y de ciertas actividades”. Ciertas actividades riesgosas, claro.
Concretamente, estos artículos receptan el viejo artículo 1.113 del Código Civil, en cuanto determinan la “responsabilidad por el daño causado por el riesgo o vicio de las cosas” y, también, “de las actividades que sean riesgosas por su naturaleza, por los medios empleados o por las circunstancias de su realización” en base al factor de atribución objetivo.
¿Qué quiere decir esto? Que no es necesario probar la conducta culposa del responsable: basta con probar el daño causado con una cosa riesgosa o viciada, o en el curso de una actividad de riesgo, para que ese deber de responder nazca, en principio, inexcusable.
Los sujetos responsables de la reparación integral del dañado son el dueño y el guardián de la cosa que ha causado el daño (si se tratare de una actividad, quien la organiza y quien se beneficia con ella), a menos que prueben que la cosa fue usada contra su voluntad. La responsabilidad de dueño y guardián es solidaria, no simplemente mancomunada: ambos pueden ser demandados por el total del daño y por el total del daño responden frente a la víctima, más allá de las acciones de repetición que nazcan luego, entre ellos.
Esto nos lleva, por fin, a un tema más que interesante. Aceptamos que en el daño causado con un vehículo robado no habría responsabilidad del dueño, en tanto la cosa fue usada contra su voluntad. Pero, ¿Qué pasa si quien sustrae el vehículo es el propio hijo del propietario?
El caso típico de “los chicos” que salen a bolichear y sacan “el auto de pa” del garaje, sin que “pa” se entere. De acuerdo con esta regulación, aun en tales circunstancias cabría al propietario probar el uso contrario a su voluntad, para exonerarse del deber de responder: parcialmente, si el hijo fuere menor -en cuanto la patria potestad lo obliga a compartir la responsabilidad por el hecho de su hijo con el otro progenitor-, en forma total si ya hubiera alcanzado la mayoría de edad -y recordemos que en la Argentina, la mayoría de edad se alcanza a los 18 años. Aquí, la idea de la reparación integral se pierde absolutamente, como la vergüenza frente al deseo.
Ya estamos terminando, o más bien el espacio está terminando con nosotros. Pero excuse me, señor cuarto árbitro; si es que llegamos hasta acá, hagamos un esfuerzo más -uno sólo, promesa-. Y veamos qué nos dice, sin querer, el tribunero artículo 1.769, cuando enuncia tajante que a “los daños causados por la circulación de vehículos” se aplica la “responsabilidad derivada de la intervención de cosas”.
Lo que está diciendo este innecesario artículo es que ninguna diferencia hay si esos daños son sufridos por una víctima situada fuera de la cosa dañante, o por un pasajero transportado. Y recordando un momento el artículo 1.719, habrá que concluir en que tal equiparación es válida, aunque el pasajero se haya situado voluntariamente en una “situación de peligro”.
El titular registral que pretenda eximirse del deber de responder por el daño de un pasajero transportado en su vehículo deberá, en todo caso, probar que esa aceptación del peligro es tan extraordinaria que implica la ejecución de una conducta a la que puede atribuírsele haber causado su propio daño: ni más ni menos que el conocimiento efectivo e irrefutable de la carencia de aptitud de conducción, permanente o provisoria, por parte del guardián de la cosa, que lo transporta. Otro teléfono para UBER y su necesidad de regulación; a la derecha, como decía don Raúl.
CONCLUSIONES MÍNIMAS
Todo concluye al fin, todo termina, decía una legendaria canción fogonera compuesta por el bueno de Ricardo Soulé. Pero, cuando todo pase, como en el ingenuo juego de nuestra infancia, algo quedará. Lo que me gustaría que quede, de esta columna, es la convicción del requisito de un compromiso probatorio activo por parte de quien pretende excluirse, total o parcialmente, del deber de responder.
En ese compromiso, LOS CINCO GRANDES DEL BUEN HUMOR del demandado (probar que no hubo daño; que el daño es responsabilidad de la propia víctima; que no hay responsabilidad de nadie; que hay responsabilidad pero está justificada; o que no existe un factor de atribución que permita sostener la pretensión de hacerlo responder), deben interpretarse de manera estricta y concreta.
Fuera de ellos, habrá que pagar. No cualquier cosa: lo justo, para que el damnificado pueda seguir con su vida “como si” el daño no lo hubiera alcanzado. Al fin de cuentas, la “función resarcitoria” se trata lisa y llanamente de eso. Y está bien que así sea, según creo.
Dr. Osvaldo R. Burgos
Abogado